Manifiesto Ultraísta — Jorge Luis Borges, Jacobo Sureda, Fortunio Bonanova, and Juan Alomar. Buenos Aires, 1921
Existen dos estéticas: la estética pasiva de los espejos y la estética activa de los prismas. Guiado por la primera, el arte se transforma en una copia de la objetividad del medio ambiente o de la historia psíquica del individuo. Guiado por la segunda, el arte se redime, hace del mundo su instrumento, y forja — más allá de las cárceles espaciales y temporales — su visión personal.
Esta es la estética del Ultra. Su volición es crear: es imponer facetas insospechadas al universo. Pide a cada poeta su visión desnuda de las cosas, limpia de estigmas ancestrales; una visión fragante, como si ante sus ojos fuese surgiendo auroralmente el mundo. Y, para conquistar esta visión, es menester arrojar todo lo pretérito por la borda. Todo: la recta arquitectura de los clásicos, la exaltación romántica, los microscopios del naturalismo, los azules crepúsculos que fueron las banderas líricas de los poetas del novecientos. Toda esa vasta jaula absurda donde los ritualistas quieren aprisionar al pájaro maravilloso de la belleza. Todo, hasta arquitecturar cada uno de nosotros su creación subjetiva.
Por lo arriba expuesto habrá visto el lector que la orientación ultraica no es, ni puede ser nunca patrimonio — como se ha querido suponer — de un sector afanoso de arbitrariedades que encumbran malamente su estulticia. Los ultraístas han existido siempre: son los que, adelantándose a su era, han aportado al mundo aspectos y expresiones nuevas. A ellos debemos la existencia de la evolución, que es la vitalidad de las cosas. Sin ellos, seguiríamos girando en torno a una luz única, como las falenas. El Greco, con respecto a sus demás coetáneos, resulto también ultraísta, y así tantos otros. Es decir, desechamos las recetas y corsés absurdamente acatados por los espíritus exotéricos. La creación por la creación, puede ser nuestro lema. La poesía ultráica tiene tanta cadencia y musicalidad como la secular. Posee igual ternura. Tiene tanta visualidad, y tiene más imaginación. Pero lo que sí modifica es la modalidad estructural. En ese punto radica una de sus más esenciales innovaciones: la sensibilidad, la sentimentalidad serán eternamente las mismas. Ni pretendemos rectificar el alma, ni siquiera la naturaleza. Lo que renovamos son los medios de expresión.
Nuestra ideología iconoclasta, la que dispone a los filisteos en nuestra contra, es precisamente la que nos enaltece. Toda gran afirmación necesita una negación, como dijo, o se olvidó de decir, el compañero Nietzche… Nuevos poemas tienen la contextura escueta y decisiva de los marconigramas.
Esta es la estética del Ultra. Su volición es crear: es imponer facetas insospechadas al universo. Pide a cada poeta su visión desnuda de las cosas, limpia de estigmas ancestrales; una visión fragante, como si ante sus ojos fuese surgiendo auroralmente el mundo. Y, para conquistar esta visión, es menester arrojar todo lo pretérito por la borda. Todo: la recta arquitectura de los clásicos, la exaltación romántica, los microscopios del naturalismo, los azules crepúsculos que fueron las banderas líricas de los poetas del novecientos. Toda esa vasta jaula absurda donde los ritualistas quieren aprisionar al pájaro maravilloso de la belleza. Todo, hasta arquitecturar cada uno de nosotros su creación subjetiva.
Por lo arriba expuesto habrá visto el lector que la orientación ultraica no es, ni puede ser nunca patrimonio — como se ha querido suponer — de un sector afanoso de arbitrariedades que encumbran malamente su estulticia. Los ultraístas han existido siempre: son los que, adelantándose a su era, han aportado al mundo aspectos y expresiones nuevas. A ellos debemos la existencia de la evolución, que es la vitalidad de las cosas. Sin ellos, seguiríamos girando en torno a una luz única, como las falenas. El Greco, con respecto a sus demás coetáneos, resulto también ultraísta, y así tantos otros. Es decir, desechamos las recetas y corsés absurdamente acatados por los espíritus exotéricos. La creación por la creación, puede ser nuestro lema. La poesía ultráica tiene tanta cadencia y musicalidad como la secular. Posee igual ternura. Tiene tanta visualidad, y tiene más imaginación. Pero lo que sí modifica es la modalidad estructural. En ese punto radica una de sus más esenciales innovaciones: la sensibilidad, la sentimentalidad serán eternamente las mismas. Ni pretendemos rectificar el alma, ni siquiera la naturaleza. Lo que renovamos son los medios de expresión.
Nuestra ideología iconoclasta, la que dispone a los filisteos en nuestra contra, es precisamente la que nos enaltece. Toda gran afirmación necesita una negación, como dijo, o se olvidó de decir, el compañero Nietzche… Nuevos poemas tienen la contextura escueta y decisiva de los marconigramas.